jueves, 12 de marzo de 2009

Normalizar, por Rafael Vargas


Normalizar es un término que se presta al equívoco: tanto se aplica a las cosas que son u ocurren como siempre, sin nada raro o extraordinario, como cuando se quiere imponer una norma. En este sentido lo usan los políticos pancatalanistas junto a otros vocablos, como el de `inmersión´, que huelen a ingeniería social aplicada desde el poder a la ciudadanía. Anuncia el conseller de Cultura y Educación Marià Torres, entrevistado por Joan Lluís Ferrer, que aún quedan ayuntamientos de la isla con sólo media plaza (sic) de normalizadores lingüísticos y que incluso hay dos, Sant Joan y Sant Antoni, que no tienen ninguno. De vergüenza. Pero el conseller lo va a solucionar: quiere «que haya más normalizadores» y «crear nuevo personal de normalizadores lingüísticos en los ayuntamientos» y lo va a conseguir con el apoyo de la dirección general de Política Lingüística del Govern balear. No dice si ha contado con los alcaldes beneficiarios que, despistados ellos, no se habían percatado de las ventajas de normalizarse con normalizador. Dada la ideología habitual de estos normalizadores, algún alcalde favorecido por la magnanimidad del conseller soñará ya con un submarino que revisa los papeles en su ayuntamiento.
Este asunto de la normalización y los normalizadores toma visos de Nomenklatura: una red de filólogos ideologizados que controlan puestos clave en la Administración en todas sus esferas, el Govern, el Consell, ahora los ayuntamientos, la educación ya dominada, pegados a la cultura oficial, cultivan la lealtad entre ellos para promover sus carreras y hay bastante de clientelismo en sus relaciones. Ahora se han visto obligados a desmentir que vayan a normalizar la sanidad, y los juzgados se les resisten, pero lo tienen todo calculado como cuestión de tiempo. Intransigentes con la norma lingüística, que es su modus vivendi, la razón de sus cargos y de su desproporcionada importancia social y política. Mientras a todos nos caben dudas, estos filólogos políticos se distinguen por una seguridad rígida, invulnerable al argumento y la contradicción, impermeable a las realidades más evidentes, como la de que nuestra sociedad es plurilingüe y no hay consenso para que deje de serlo. Alérgicos a la concordia amistosa en que Aristóteles basa la constitución de la sociedad. Determinados a avanzar su programa sin mirar dónde pisan, ante el incumplimiento de sus deseos los hacen ley, como esa para obligar a los locales comerciales de propiedad privada a escribir sus letreros en catalán. Y tampoco dudan en usar generosos el dinero de los impuestos para subvencionar los letreros y evitar que la desobediencia civil deje en evidencia lo artificioso de la imposición: les importuna la libertad de decidir de la gente. Identifican la cultura ibicenca, por decreto, con la catalana: la diversidad les parece contraria a su estrecha visión del ser humano, al que creen que puede y debe imponerse su propia visión de la lengua y con ella vehicular la ideología que la acompaña. En tiempos de globalización en que los idiomas empiezan a escribirse casi de cualquier manera y las prescindibles academias reconocen su impotencia ante la calle viva, pretenden imponernos una lengua rígida como un cadáver. La Iglesia utiliza una lengua oficial muerta y rígida, el latín, porque pretende que la interpretación de sus dogmas quede inmodificable en el tiempo. Parecen ellos querer una especie de iglesia laica de la que se declaran ya sumos sacerdotes. Que se sepa sólo una lengua normalizada logró hacerse oficial en un Estado, el de Israel, un fenómeno en nada homologable con nuestra sociedad, y desde luego voluntario, querido por todos y vivido en completa libertad como cualquier viajero puede comprobar.
Gastar dinero del contribuyente en «animar a hacer música con protagonismo del catalán, unas líneas de ayuda a los grupos de rock en catalán», y lo mismo con la producción audiovisual en catalán, es un modo discriminatorio de subvencionar, que dejará fuera a creadores de genio por no hacerlo en catalán y puede dar lugar a la mamandurria de los mediocres, tan frecuente en esto de la subvención: no hay más que ver (quiero decir, no ver) el cine en español subvencionado. Y pone en entredicho, al discriminar a una parte, el principio fundamental de la democracia: que todo el poder procede del pueblo y todos tenemos los mismos derechos.



From: Mariano Digital, sept. 2007

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