viernes, 1 de enero de 2010

La pena de Bélgica (y II), Gregorio Morán, La Vanguardia

SABATINAS INTEMPESTIVAS
Un país que se ríe de sí mismo, demuestra sus arrestos. Un país que vive instalado en la queja de lo poco que nos quieren y lo mucho que nos deben, sobrevivirá enfurruñado en la adolescencia. Bélgica vive en la veteranía del humor. Si algo caracterizaba al documental Bye, bye Belgium, donde se contaba en vivo su disolución, era el humor. Un humor insólito donde se mezclaban elementos para nosotros sagrados; empezando por las tradiciones y terminando por la fuerza totémica que tienen las grandes palabras. Nosotros, por ejemplo, seguimos oyendo decir “la sagrada unidad de España”, sin que nadie se desternille de risa de esa unión de lo sagrado y lo español. Nosotros -otro ejemplo-seguimos oyendo los de “los países catalanes”, con enclave incluido en Cerdeña, y ojito con burlarse, que es sagrado.
Nosotros somos muy buenos humoristas con los demás. Y si lo hacemos con nosotros mismos es para reírnos de cómo nos ven los demás; es decir, para burlarnos de ellos. El humor español, para no adentrarme en las aguas procelosas del pitarresco humor catalán, tiende a la melancolía.
Por más que le demos vuelta a Cervantes, a Goya, a Valle-Inclán y a los guiones de Rafael Azcona, siempre acaba uno llorando de crueldad chistosa.
Hay una delgada línea roja que une a Alonso Quijano con el Pepe Isbert de El verdugo. Pero basta leer ese monumento a Flandes que es La pena de Bélgica, la gran novela de Hugo Claus, para entender que el humor flamenco no se nos parece en nada. Y tengo serias dudas de que creador tan notable y tan polifacético, como Claus, hubiera podido llegar entre nosotros a la vejez, y mucho menos decidirse por la eutanasia. Aquí le hubiéramos aplicado el tercer grado, o la ley de fugas moderna, que consiste en ametrallarle a uno de calumnias, mientras huye para salvar la vida.
¿Qué es La pena de Bélgica? Un monumental retrato de la sociedad flamenca a partir de un adolescente al que le toca vivir en ese período singular de la historia de Europa que va del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, hasta la derrota del III Reich y de sus representantes en Flandes, con la coda final de la desnazificación.
El protagonista de la novela es Louis Seyneave, vástago de una conocida familia de impresores, pequeñoburgueses asentados y trapaceros, nacionalistas orgullosos de su propia inanidad y católicos fanáticos en todo lo que no se refiera a la doble vida del sexo y la violencia. Curioso fresco de gran literatura, en mi opinión más interesante que algunos similares de Günter Grass que gozaron entre nosotros de mucho mayor éxito que este de Hugo Claus, que apareció en España hacia 1990 (Alfaguara).
En La pena de Bélgica está retratada la sociedad flamenca con bandera incluida: un vistoso león rampante negro, con garras y lengua rojas, sobre fondo amarillo. Parece un icono recién sacado del armario de un burgomaestre del siglo XVI. Es muy hermosa Flandes, con sus ciudades cuidadas y sus ciudadanos tan orgullosos de sí y tan desdeñosos de todo lo demás. Reconozcámoslo. No hay nacionalismo más divertido que el de los ricos. Carecen de ese furor dogmático de los patriotas pobres; el nacionalista rico lo es por horas, porque los negocios son los que ocupan la mayor parte del día y eso le da un entusiasmo fresco, flamante, como recién salido de la ducha del gimnasio. Podría poner ejemplos españoles -del macizo de la raza- o catalanes de pro, pero esas cosas cada vez están peor vistas y al lector airado le parece algo incorrecto, como apuntar con el dedo. Irlanda resulta más cómoda para las entendederas.
Siempre me impresionó el nacionalismo irlandés; tan católico, tan cruel, tan asesino -no más que el Imperio Británico, por supuesto-. No es difícil entender aquel radicalismo nacionalista veteado de comunismo -de pobre, para entendernos- de un autor de teatro por el que siempre sentí gran admiración, Sean O´Casey. Recuerdo que en los años sesenta se montaron algunas obras suyas en los grandes escenarios españoles. Era pobre, voraz, borracho y violento, pero se entendía en aquella rabia contra los enemigos del pueblo irlandés. Pero fíjense, sin embargo, en los nacionalistas irlandeses ricos. Algunas grandes fortunas de los Estados Unidos. Sin ellos el IRA hubiera tenido serios problemas de intendencia; eran los nacionalistas ricos, gente divertida y sociable, apegada al alcohol y a la Iglesia católica pero, en sus horas libres de impuestos, fervientes independentistas.
El nacionalismo flamenco es rico, y fíjense por dónde, ha echado sus cuentas y ha llegado a la conclusión -verosímil- de que su relación con los vecinos valones es manifiestamente desigual. Ponen más y reciben menos, de donde han tomado la decisión de que lo mejor es partir peras y separarse. Al fin y al cabo no constituyen un matrimonio. Nunca lo fueron; todo lo más una pareja de hecho. Durante mucho tiempo los valones fueron los dominantes; la industria y la minería. Ahora sobreviven a la crisis en la que están empantanados desde hace años. La potencialidad económica flamenca es notablemente superior a la valona, y además han de pechar con esa concepción del viejo rico arruinado, que se nota tanto en las malas costumbres. Los flamencos se quejan, y probablemente con toda razón, del nulo esfuerzo valón por trasladarse a trabajar en zonas flamencas, incluso de aprender el idioma, nada fácil para quien siempre se ha sentido culturalmente autosuficiente.
Las fronteras lingüísticas de Bélgica marcan una línea divisoria muy neta que corta en dos el territorio. Y lo corta a tajo, porque los valones no suelen ayudar a la lengua flamenca, y los flamencos literalmente abominan del francés. Es raro encontrar algún lugar público en Valonia con carteles e información bilingüe, y al tiempo es imposible que en Flandes algo tenga referencia francesa. Sin embargo en la calle es común hablar y hacerse entender en francés; son los negocios. Quizá porque la apariencia es una de las formas simbólicas más arraigadas del catolicismo.
Tres países. Valonia, Flandes ¡y Bruselas! No hay nacionalista flamenco que no reconozca que de no ser por el embrollo de Bruselas, ya se habría separado de Valonia hace mucho tiempo. Un enclave francófono en territorio flamenco y que además es la capital del Estado y de muchas otras cosas.
Lo más terrible para un país en crisis es la nostalgia. Resulta un cáncer social que lo va deteriorando todo. No es sólo comprobar, al adentrarse por las grandes avenidas de Bruselas, unas extemporáneas y enormes banderas belgas, en manifiesta convicción de querer ser lo que fueron. La evocación del pasado como idílico, que yo siempre he considerado como el principio del final, algo así como la música animosa que deben tocar las orquestas de los transatlánticos al tiempo que van metiendo a la gente en las barcas de salvamento. Podría haber sido aquella boda sonada, que aún recuerdo de niño, entre un rey que tenía un nombre de chiste, Balduino, y una señora muy fina y algo cursi que parecía sacada de una novela de mártires, Fabiola. Algún día me gustaría echar mano de la mochila del recuerdo y contar cómo vivimos los niños de entonces aquella boda de cuento de Perrault en la sórdida sociedad española de 1960. Pero no, la evocación más mentada en Bruselas es la Exposición Universal de 1958, que apenas entreveo entre las brumas de mi infancia. ¡Quién demonios estaba en condiciones de poder viajar allá, a ver el Atomium y sus nueve esferas! Sin embargo retengo algo verdaderamente inolvidable. Entre las exhibiciones de la Expo estaba el de una familia de congoleños, tal y como vivían en sus selvas y sus cabañas. Hubieron de cerrar el espectáculo porque niños y mayores lanzaban frutas, caramelos y demás objetos a los aborígenes, incluso con ánimo de golpearles, y sobre todo, de divertirse. Faltaban dos años para que el Congo belga fuera independiente. Como se pudo comprobar en seguida aquel era un nacionalismo de pobres y a Lumumba le costó la vida. Le mataron los nacionalistas belgas ricos; seamos sinceros, valones y flamencos.