martes, 7 de agosto de 2012

'Dejad que se mueran las lenguas'

La razón de existir de una lengua es hacer posible la comunicación. Tal como lo planteó el prestigioso historiador y traductor mejicano Miguel León-Portilla, para sobrevivir, una lengua debe tener una función. Una lengua hablada por una persona, o incluso por unos cuantos cientos, no es en realidad una lengua. Es una fantasía particular, como un código secreto infantil.

Kenan Malik

Kenan Malik, nacido en 1960 en la India, es escritor y profesor especializado en la filosofía de la biología y el multiculturalismo

 En la actualidad hay en el mundo alrededor de 6.000 lenguas. Dentro de poco habrá una menos. Marie Smith Jones, de ochenta y un años, es la última hablante con vida del eyak, una lengua de Alaska. Cuando muera, también morirá su lengua. Durante las últimas décadas han desparecido de esta misma forma un cantidad enorme de lenguas.
 Cuando en 1974 murió Ned Madrell, en la Isla de Man, también se llevó a la tumba la antigua lengua manx. La muerte en 1992 de Tefvic Escenc, un granjero del pueblo turco de Haci Osman, se llevó por delante al ubykh, una lengua que se
hablaba en el Cáucaso norte. Laura Somersal murió en 1990 y era la última hablante de una lengua nativa de América, el wappo.
Seis años después, otra lengua nativa americana, el catawba, se extinguió con el fallecimiento de Carlos Westez, más conocido como Trueno Rojo.
 Se estima que durante el próximo siglo [siglo XXI], van a desaparecer al menos la mitad de las 6.000 lenguas del mundo; algunos pesimistas insinúan que hacia el año 3.000 solo quedarán 600 lenguas.

Según el American Summer Institute of Linguistics, hay 51 lenguas con un hablante único vivo -28 de ellas sólo en Australia-. Otras 500 lenguas las usan menos de 100 hablantes y otras 1.500 las hablan menos de 1.000.
La mayoría tendrán suerte si sobreviven a la próxima década. Una desaparición tan acelerada ha puesto en marcha una campaña cada vez más bulliciosa en favor de la conservación de la diversidad lingüística. En una necrológica dedicada a Carlos Westez, el escritor Peter Popham lanzó la siguiente advertencia: ‘Cuando muere una lengua perdemos la posibilidad de una manera única de percibir y describir el mundo’. Desesperado ante el ‘impacto que una cultura homogeneizadora tiene sobre nuestro modo de vida’, Popham mostraba su preocupación por la propagación del inglés acarreada por la cultura americana, a lomos de la tecnología japonesa, y por la hegemonía de unas pocas grandes lenguas transnacionales: el chino, el español, el ruso, el hindi.

El año pasado [1999] el lingüista David Crystal se hizo eco de esos sentimientos en un trabajo de investigación publicado en Prospect . ‘Deberíamos preocuparnos por las lenguas que se están muriendo’, argumentó, ‘por el mismo motivo por el que nos preocupamos cuando se extingue una especie del reino animal o vegetal. Reduce la diversidad de nuestro planeta’.

 Ahora, un nuevo libro, Vanishing voices, del antropólogo Daniel Nettle y la lingüista Suzanne Romaine, asocia la campaña para la conservación de las lenguas a la campaña en favor de los derechos humanos fundamentales y por la protección de los grupos minoritarios, frente a lo que consideran una globalización y un imperialismo cultural agresivos.
‘La diversidad lingüística’, argumentan, ‘es un indicador de diversidad cultural. La muerte de las lenguas es un síntoma de muerte cultural: con la muerte de una lengua desaparece un modo de vida’. ‘Todo el mundo’, concluyen Nettle y Romaine, ‘tiene derecho a su propia lengua, a conservarla como un recurso natural y a transmitirla a sus hijos’.

 Los propagandistas de la diversidad lingüística se presentan como defensores liberales de los derechos de las minorías, protegiendo a los vulnerables frente a las malignas fuerzas del capitalismo global.
Sin embargo, bajo la retórica superficial, su campaña tiene mucho más en común con visiones reaccionarias y retrogradas tales como la campaña de William Hague para salvar la libra como una expresión única de la identidad británica, o el réquiem de Roger Scruton por una anglidad perdida.
Todos buscan conservar lo inconservable y están poseídos de una visión irremediablemente nostálgica de lo que constituye una cultura o un modo de vida.

 La razón de existir de una lengua es hacer posible la comunicación. Tal como lo planteó el prestigioso historiador y traductor mejicano Miguel León-Portilla, para sobrevivir, una lengua debe tener una función. Una lengua hablada por una persona, o incluso por unos cuantos cientos, no es en realidad una lengua. Es una fantasía particular, como un código secreto infantil.
Es, por supuesto, enriquecedor aprender otras lenguas y ahondar en otras culturas. Pero lo es no porque las diferentes lenguas y culturas sean únicas, sino porque comunicarnos salvando las barreras de la lengua y la cultura nos permite expandir nuestros propios horizontes y adquirir una perspectiva más universal.

 Al lamentar ‘la homogeneización cultural’, los propagandistas de la diversidad lingüística demuestran no comprender lo que hace que una cultura sea dinámica y atractiva. No se trata de fragmentar el mundo con la mayor cantidad posible de lenguas, sino más bien de superar barreras para facilitar la interacción social.
Cuanto más universal sea la comunicación, más dinámicas serán nuestras culturas, porque estarán más abiertas a nuevas formas de pensar, y de actuar. No es de provincianos creer que sería mejor que haya más gente que hable inglés, chino, español, ruso o hindi.

 Los verdaderos chauvinistas son, sin duda, los que emiten sombrías advertencias sobre la difusión de la cultura americana y la tecnología japonesa. En el corazón de los argumentos de los conservacionistas está la creencia de que una lengua determinada está ligada a una forma de vida concreta y a una particular visión del mundo.
‘Cada lengua tiene su propia ventana al mundo’, escriben Nettle y Romaine. ‘Cada lengua es un museo viviente, un monumento dedicado a cada cultura de la que ha sido vehículo’. Se trata de una idea derivada de las concepciones románticas de siglo XIX basadas en las diferencias culturales.

‘Cada nación habla como piensa’, dejó escrito el crítico y poeta alemán Johann Gottfried von Herder, ‘y piensa como habla’.
Para Herder, la naturaleza de un pueblo se expresaba a través de su volksgeist -el inmutable espíritu de un pueblo-. La lengua era un elemento esencial para delimitar a un pueblo, porque ‘en ella habita todo el mundo de la tradición, la historia, la religión, los principios de la existencia; todo su corazón y su alma’.
 Es verdad que la capacidad lingüística del ser humano da forma a nuestros modos de pensar. Pero no lo hacen las lenguas concretas. Hace mucho que la mayoría de los lingüistas han desechado la idea de que las percepciones del mundo que tienen las personas y las clases de conceptos que sostienen, están delimitados por la lengua que utilizan.
 La idea de que los francófonos, por el hecho de hablar francés, ven el mundo de manera diferente que los angloparlantes es absurda. Más absurdo es, incluso, imaginar que todos los hablantes de francés, gracias a su lengua común, tienen una visión común del mundo.

 Pero si la idea romántica de la lengua tiene poca influencia, la concepción romántica de las diferencias humanas si que la tiene. La creencia de que los diferentes pueblos tienen formas únicas de entender el mundo se transformó durante el siglo XIX en la base de una visión racial de mundo. El volksgeist de Herder evolucionó para convertirse en una concepción de raza, de contenido invariable, en el fundamento de toda apariencia física y potencia mental y en el substrato de las divisiones y diferencias dentro de la humanidad.

Hoy la noción biológica de diferencia racial ha caído en desgracia, sobre todo a causa de la experiencia del nazismo y el holocausto. Pero, aun cuando la ciencia de la raza se ha desacreditado, no así el pensamiento racial. Simplemente ha traducido a términos culturales lo que antes expresaba en términos biológicos.
El pluralismo cultural ha vuelto a poner de moda la idea de raza para el mundo posterior al holocausto, con su alegación de que la diversidad es buena en sí misma y de que la humanidad puede empaquetarse en grupos separados, cada uno con su peculiar forma de vida y de expresión, con un mirador único sobre el mundo. La argumentación contemporánea en favor de la conservación de la diversidad lingüística, aunque se presente como liberal, surge de la misma filosofía de la que emanaron las ideas de la diferencia racial. Por eso los argumentos de Popham, Crystal, Nettles y Romaine, al menos sobre este asunto, habrían podido recibir el aplauso del finado Enoch Powell. ‘Cada sociedad, cada nación es única’, escribió este. ‘Tiene su propio pasado, su propia historia, sus propios recuerdos, su propia manera de hacer las cosas, sus propias lenguas o formas de hablar, su propia -me atrevo a usar la palabra- cultura’.

Puede que los conservacionistas de la lengua actúen con la mejor de las intenciones, pero caminan por un terreno peligroso y en compañía de unos compañeros de viaje escasamente apetecibles. La deuda de los propagandistas de las lenguas con el Romanticismo les ha dejado, como a la mayoría de los multiculturalistas, una noción bastante confusa de los derechos. Cuando Nettle y Romaine sugieren en Vanishing Voices, que ‘el derecho de las personas a existir, a practicar y producir su propio lenguaje y cultura, debe ser inalienable’, están mezclando dos tipos de derechos -los derechos individuales y los colectivos-.
Un individuo tiene, por supuesto, derecho a hablar la lengua que quiera y a involucrarse en cualesquiera prácticas culturales que desee en su vida privada. Pero nadie está obligado a escucharle, ni a facilitarle los recursos para la conservación ni de su lengua ni de su cultura. El motivo por el que el eyak pronto se habrá extinguido no es porque a Marie Smith Jones le hayan negado sus derechos, sino porque nadie quiere, o sabe, hablar esa lengua. Puede que esto signifique una tragedia para Marie Smith Jones -y una frustración para los lingüistas profesionales- pero no es una cuestión de derechos.
Ninguna cultura, ningún modo de vida, ni siquiera una lengua, tienen un derecho a existir otorgado por Dios. Los propagandistas de las lenguas también confunden opresión política y pérdida de la identidad cultural. A algunos grupos -por ejemplo a los kurdos de Turquía- se les prohíbe usar su lengua como parte de una campaña más amplia del Estado turco para negarles sus derechos.

Pero la mayoría de las lenguas se mueren, no porque hayan sido eliminadas, sino porque sus hablantes nativos anhelan una vida mejor.
Hablar una lengua como el inglés, el francés o el español y abandonar costumbres tradicionales puede abrir nuevos mundos y a menudo es un pasaje hacia la modernidad. Pero es la modernidad en sí misma lo que desaprueban Nettles y Romaine.
Quieren que los pueblos del Tercer Mundo, y algunos grupos minoritarios de Occidente, mantengan ‘modos de vida locales’ y persigan el ‘conocimiento tradicional’ en lugar de recibir una ‘educación occidental’. Esto equivale a decir que esas personas deben vivir una vida marginal, excluidas de la corriente de modernidad en la que nos movemos los demás.

No hay nada noble o auténtico en los modos de vida locales; a veces son simplemente degradantes y devastadores. ‘Nadie puede suponer que no sea más beneficioso para un bretón o un vasco pertenecer a la nacionalidad francesa, con todos los derechos inherentes a la ciudadanía francesa, que mantenerse enfurruñado sobre sus propias rocas, sin participar o interesarse por el movimiento general del mundo’.
Esto lo escribió John Stuart Mill hace más de un siglo. Se habría quedado estupefacto si hubiera pensado que en el siglo XXI habría quienes creen que quedarte enfurruñado sobre tu propia roca es un estado que merece la pena proteger. ¿Qué pasa entonces si la mitad de las lenguas del mundo se encuentran al borde de la extinción? ¡Dejadlas morir en paz!

  Texto publicado en la revista Prospect en noviembre de 2000. Versión traducida por Íñigo Valverde para Tercera Cultura.

 Vía La Voz de Barcelona